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Me desperté de noche. Mientras releía la nota que me había dejado Ernesto, me hice un café muy cargado que bebí a sorbos, sin leche, como me gustaba cuando era soltero. Lo que más me jodía de la nota era lo de estar muerto. No soy un zombi, vamos digo yo. He currado como un cabrón toda mi vida para darle a los míos lo mejor, y por el camino me he dejado muchas cosas – pero de ahí a estar muerto, vamos digo yo que no. Repasé la cartera, y me di cuenta de que no faltaba dinero, pero sí una tarjeta de crédito.
Conectado a Internet, la web del banco me mostró el cargo de la compañía de ferries. Hice dos llamadas: una al despacho para decir que no volvería hasta el lunes; otra al móvil de Ernesto, que estaba apagado. ¿Dónde estaría? Pensé en llamar al banco para cancelar la tarjeta, pero luego cambié de opinión – si Ernesto seguía tirando de ella, al menos sabría por dónde andaba; el precio, el saldo que quisiera dejar en cuenta a cada momento. Por si se le iba la pinza, vacié la cuenta hasta los tres dígitos.
Luego hice girar el plato, puse el Blue Valentine y me tumbé en el sofá. Pensé en liarme un canuto, pero al instante cambié de idea. Sentía una especie de necesidad de salir a la calle, pero no sabía muy bien por qué ni para qué. Pensé en acercarme a la terminal de ferries, no tanto para saber dónde estaba Ernesto sino para saber cuándo volvía – asumiendo que hubiera sacado un billete de vuelta - pero cuando intenté recrear la escena del reencuentro también cambié de idea. “Adios, papá, adios” no suena a “te veo el domingo por la noche”. Adios. El latigazo en la espalda vino entonces, cuando entré en el cuarto de Ernesto, y me di cuenta de lo que estaba pasando: se había llevado el móvil, una muda y mi VISA, pero las llaves de casa estaban encima de su mesa, en el cenicero que usaba de bandeja, gritándome adios, adios, adios.
Recordé el poema de Gibran que leí en la ceremonia de su bautizo (…vuestros hijos no son vuestros hijos. Son los hijos y las hijas de los anhelos que la Vida tiene de sí misma. / Vienen a través de vosotros, pero no son vuestros. Y aunque vivan con vosotros, no os pertenecen. / Podéis darles vuestro amor, pero no vuestros pensamientos, porque ellos tienen sus propios pensamientos. Podéis abrigar sus cuerpos, pero no sus almas, pues sus almas habitan en la mansión del mañana, que vosotros no podéis visitar, siquiera en sueños. Podéis esforzaros en ser como ellos, pero no intentéis hacerlos a ellos como vosotros. Ya que la vida no retrocede, ni se detiene en el ayer…). Los niños. El niño. Mi niño que ya no es un niño. La verdad os hará libres, dice el Evangelio de San Juan: había pasado durante muchos años, de lunes a viernes, por debajo del arco de piedra con la frase en cuestión, y a fuerza de pasar formaba parte ya de mi ADN. Libertad, albedrío, opciones vitales. Siempre había pensado – y eso le había dicho a Ernesto desde que era muy pequeño - que nuestra libertad para elegir (¿hay otra?) no puede ser algo que se nos concede, sino algo que se nos reconoce como lo que es, un espacio vital y un derecho innegociable e incondicional a elegir y a equivocarnos. Eso le había dicho una y otra vez, y eso es lo que decían las líneas que Ernesto reproducía en su nota de despedida. Y ahora, ¿qué iba a hacer?; o mejor, ¿qué podía hacer? Ernesto había dejado las llaves en el cenicero azul. Me faltaba un trozo de mí, y no sabía si tenía derecho a reivindicarlo – de hecho, sabía que no lo tenía. El Blue Valentine dio paso al Five Leaves Left. Volví a marcar el número del móvil de Ernesto, de nuevo sin resultado. Adios. Entré de nuevo en su habitación, y me quedé mucho rato mirando primero las llaves, y luego el cenicero. Era de cerámica azul, Ernesto lo había hecho en un taller de plástica al que le enviábamos en vacaciones, y me lo había regalado hacía un siglo, cuando tenía nueve o diez años y la sonrisa de su madre todavía impregnaba cada rincón de la casa.
Ella. Siempre ella. Hacía mucho que no pronunciaba su nombre, siempre era ella o, como mucho, cuando hablaba de ella con Ernesto, mamá. La memoria es caprichosa, y selectiva, siempre lo había atribuído al instinto de supervivencia – recordé la escena: la mujer de Javier, a quien acababa de conocer, estaba destrozada tras la muerte de su madre y a ella no se le ocurrió otra cosa que teñirse el pelo de verde y pintarse una mariposa en la cara, de pómulo a pómulo, de la barbilla a las cejas; me dijo, vamos a ver si le podemos arrancar una sonrisa a la mujer de Javier, que falta le hace. Y lo consiguió, vaya si lo consiguió: pasado el pasmo inicial de ver a la mujer-mariposa, aquella mujer primero sonrió y luego rió con las mismas ganas que tenía de morirse apenas unas horas antes. Ella.
Sonreí, y luego reí. Tenía hambre. Llamé primero a Marta, y luego a un taxi, y me encaminé a la barra del Bota, como cada viernes al mediodía. Una de las cosas buenas de Marta era que no necesita llenar los vacíos con conversaciones estúpidas: una de las malas, que no es capaz de llenarlas con conversaciones inteligentes. Pero me gusta, y no me pide más de lo que quiero darle. Tras dar buena cuenta de un changurro, unas espardenyes y un arrocete caldoso de bovagante, pedimos el café: fue entonces cuando le dije lo que iba a hacer, y que no contaba con ella. Me miró fijamente, y en un instante de lucidez me llamó primero desgraciado, luego cabrón, y por último hijoputa. Toma ya, vaya crescendo. Luego me plantó un bofetón que hizo girarse a medio restaurante y se fue en una escena propia de una película de las de antes. Mejor, pensé. Pagué la cuenta, volví a casa y cogí la bolsa de viaje.
No estoy muerto, joder. Estoy muy vivo.
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Mientras dormía, la flaca me había besado: un beso largo, húmedo, casi violento. O eso creía; a lo mejor lo había soñado. Tenía el brazo dormido, y me aparté de ella intentando no despertarla. Estaba amaneciendo y salí a popa a fumarme un cigarro.
- Bueno, tío, ya me contarás –dijo la voz de Manu a mi derecha.
La verdad, no sabía muy bien qué decir, así que no dije nada. No tenía claro lo del beso, y me parecía del género tonto empezar mi mayoría de edad compartiendo con Manu una fantasía onírica o algo que se le asemejaba.
- Acaban de abrir la cafetería, ¿os traigo un café? – dijo una voz agradable pero desconocida.
- Encantado de la vida – le dije - por cierto, ¿tienes nombre?
La flaca me miró con el mismo desprecio que el médico del colegio nos miraba la minga en la revisión médica anual para ver si teníamos fimosis. Luego, se levantó. Para mi sorpresa, al cabo de diez minutos volvió a aparecer con tres cortados. Los dejó a mis pies y se sentó algo más allá. Me miró fijamente y me preguntó si era gilipollas. En vez de contestar, le pregunté si tomaba el café con azúcar, a lo que asintió. Vacié los tres sobres de azúcar en los cortados, le di uno a Manu y otro a la flaca y me senté con el mío entre las manos. El sol se asomaba ya sobre el horizonte, y la flaca se giró en dirección este. Estuvimos en silencio hasta que el ferry atracó.
Nos subimos al coche de la flaca, y en diez minutos estábamos en su casa. Mientras conducía con la mano izquierda, nos explicó cómo la ciudad había sido fundada por los cartagineses y cómo la isla había ido cambiando de manos hasta ser colonizada por los guiris en fechas más recientes. Yo, la verdad, la miraba más que la escuchaba. Me sorprendía la fabulosa mezcla que daban la dureza de sus rasgos y la luminosidad de sus ojos y su media sonrisa. Manu tomó la iniciativa, le explicó que estábamos allí para celebrar mi mayoría de edad y que volvíamos a Barcelona el domingo. La flaca nos dijo que podíamos quedarnos a dormir en su casa siempre que no nos importara dormir en la alfombra o el sofá, que tenía cosas que hacer hasta media tarde y que nos recogería sobre las ocho. Nos dejó un plano de la ciudad, señalando su calle con un lápiz verde, me plantó un beso en la comisura de los labios –corto y seco, pero dulce – y salió por la puerta, dejando la llave debajo del felpudo. Manu me miraba con su niño de cara bueno. Por una vez, era yo el que había ligado, aunque ni él ni mucho menos yo sabía cómo, o porqué.
La flaca nos había dicho que nos sintiéramos como en nuestra casa, así que me dí un duchazo que me supo a gloria - salvo por el detalle de la temperatura del agua. Manu me imitó en el ejemplo, y saliendo del agua se peinó las greñas como siempre había hecho, con las manos, y quitándome el CD que iba a poner de la mano, me semiarrastró fuera; así que salimos a la calle. Estábamos en lo que los ibicencos llaman Dalt Vila, y que no es sino el barrio antiguo. Precioso cuanto menos transitado. Paseando hacia el puerto, tenía la sensación de vivir en un sueño lisérgico. Estaba sumergido en una realidad cada vez más nítida pero cada vez menos real (en el sentido ordinario de la palabra); me veía girando en torno a mí mismo en una frontera difusa entre dos mundos, dependencia e independencia, sueño y realidad, sin saber muy bien de qué lado del espejo estaba. Más allá de ningún sitio, me dije, muy cerca de mis sueños - y muy lejos de la nada. Tenía unas ciento cincuenta mariposas revoloteando por las tripas, y trescientas más algo más abajo. Lo segundo a lo mejor lo solucionaba luego con la flaca, lo primero era más sencillo de resolver. Decidí invitar a Manu a comer a cuenta del jefe, y nos metimos en un sitio que tenía pinta de bueno sin ser demasiado caro, lo justo para poder pagarlo en efectivo si mi jefe había anulado la VISA, cosa que esperaba que sucediera en algún momento del día. Comimos de maravilla, y pedí la cuenta. Como quiera que la tarjeta funcionó, nos pedimos unos cubatas (que también cargamos a la tarjeta) y seguimos charlando en el jardín del restaurante hasta que nos echaron, a eso de las siete.
La flaca llegó a las ocho en punto con una amiga, la media sonrisa de Manu se cruzó con la mía. Mi sensación de sueño lisérgico crecía conforme avanzaban las horas – de la misma manera que aumentaba exponencialmente el número de mariposas que revoloteaban por debajo de la cintura. Fuimos de un bar a otro, entre risas, bailes, brindis y roces cada vez más evidentes. A eso de las dos, Manu me pidió permiso para rematar la noche por su cuenta y desapareció con la amiga de la flaca – nosotros la rematamos tres cervezas más tarde.
Nunca había hecho el amor con una mujer: a pesar de lo que le había contado a Manu, mis escaramuzas habían llegado hasta el casi, pero nunca hasta el hacerlo. Para cuando salió el sol, la cama de la flaca estaba empapada de sudor, saliva y fluidos varios, y nosotros con ella.
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miércoles, 6 de octubre de 2010
miércoles, 22 de septiembre de 2010
Sin título (Cap. I)
I
No tenía una idea clara del tiempo. Mi estómago me decía que llevaba demasiadas horas sin comer, y mi vejiga que llevaba demasiadas horas sin ir al baño. La sangre me golpeaba las sienes a intervalos regulares, lentos, cansinos. A fuerza de leer la nota una y otra vez (“Posiblemente nadie en el mundo sea capaz de definir el límite exacto entre lo real y lo irreal, y si alguien lo sabe, no eres tú. Cuando te digo quién soy, no me crees. Cuando te digo que estás muerto, tampoco. Solamente quiero vivir mi vida, nada más. Y aquí no puedo. Así que hago caso de lo que me dijiste cuando cumplí doce años, y me voy. Adios, papá, adios. Te quiero, Ernesto”), había perdido la noción del tiempo, y con ella la sensatez.
Mi padre me decía que robar es el único pecado, y que los demás son simplemente variaciones de robar - cuando matas a un hombre, le robas a alguien el derecho a una vida, a sus hijos de venir al mundo, o si ya están aquí, el derecho de tener padre; cuando dices una mentira, le robas a alguien el derecho a la verdad, etc. Me daba cuenta que alguien me había robado algo importante hacía unas horas, en torno al momento en que me había encontrado la cama de Ernesto vacía, y la nota en la almohada. O quizás era al revés.
Si mi hijo tenía razón, a fuerza de vivir demasiados años entre gentes que roban a los demás (el tiempo, la vida, los sentimientos) me había convertido en uno de ellos. Uno de los tantos hijos bastardos de una sociedad maldita, un muerto entre los muertos; de esos que ya no saben dar mas que las gracias, y por inercia. Un ladrón de vidas y de sentimientos. Posiblemente estaba en lo cierto. Llevo demasiados años aletargado. Desde que ella nos dejó; quizás desde antes. Demasiados años deslizándome cuesta abajo, y arrastrando conmigo mi equipaje de recuerdos - y con él, a mis pocos seres queridos.
El día ha sido corto, en apenas un instante el sol desapareció. En cuestión de unas horas, las que van de un ocaso al siguiente, mi viaje alrededor del mundo se ha ido al carajo. O no. Necesito aire. Y un porro bien cargado.
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Nunca había querido hacer tanto ruido al escaparme, y nunca había hecho tan poco. La sangre me siguió machacando las sienes hasta bien doblada la esquina. El día se asomaba a mis ojos sin querer acabar de romper. Me había quitado el reloj de la muñeca, pero no me atreví a tirarlo a la papelera de la esquina, así que me lo metí en el bolsillo y seguí andando. No tuve en cambio reparo alguno en darle el móvil al primer chaval con el que me crucé – me encantó ver su gesto de incredulidad primero, de desconfianza después y de asombro al fin. Los primeros sorbos de libertad me aturdían, y encendí un cigarro robado sin saber porqué. Entré en el primer bar que encontré, de camino a ninguna parte, y pedí un cortado. El garito era de esos en los que tienen una tarima de fórmica en los que apoyan a la vez las manos, los codos y las cabezas el currante madrugador, el taxista que acaba el turno, el estudiante que vuelve a casa y el alcohólico que se pasa la vida apurando la penúltima. Olía por igual a lejía, a barrecha, a sudor y a callos con garbanzos. Pedí un segundo cortado, y luego me senté.
Abrí el libro y con cuidado desdoblé el papel tantas veces doblado, y leí esas treinta y siete líneas que me sabía de memoria:
“Temed a las jaulas (carta a mis príncipes)
Mis príncipes: no temáis a la vida,
ni al dolor,
ni a la muerte.
No temáis a los gozos,
ni a los sueños,
ni a las sombras.
No temáis a los hombres,
ni a los Dioses,
ni a los que hablan en nombre de ellos, ni de Ellos.
No temáis a nadie,
sino a vosotros.
No temáis a nada,
sino a las jaulas.
No temáis nunca perderos en vuestros sueños,
ni vivir conforme a ellos. Al contrario,
vivid en y por vuestros sueños, y soñad con la vida
a cada instante, mientras la vivís.
Temed solamente a las jaulas,
de manera geométricamente proporcional
al valor del metal con que están hechos
sus barrotes.
Y si os véis alguna vez dentro,
no consintáis jamás que la edad, o la costumbre, o ambas cosas
acaben por haceros aceptar los barrotes, a fuerza
de empuñarlos.
Temed solamente a las jaulas, y
no consintáis jamás que vuestros sueños y opciones de vida,
cedan ante un barrote, o ante el recuerdo, el cansancio,
ni ante el deseo.
Sabed que no todas las lágrimas son amargas,
y llorad sin miedo, hasta que no os quede dentro
ni una sola lágrima de las negras.
Combatid la injusticia y la mentira,
luchad por cada ideal, por cada caricia,
por cada sonrisa,
por cada nota y por cada poema,
como si en ello os fuera la vida.
Porque si un día dejáis de luchar y aceptáis los barrotes,
ese día dejaréis de ser libres,
y moriréis en vida.”
Manda cojones: los mayores de edad, aunque sea desde hace unas horas, también lloran – perdón, lloramos. Pues en ello estoy, papá: intentando no morir ahogado.
Conté el dinero que tenía, y calculé que con lo que llevaba en el bolsillo podía sobrevivir algo más de dos semanas, quizás tres. El pan es barato. Decidí hacer tiempo hasta que fueran las nueve y media o las diez, hora a la que sabía que Manu saldría por la puerta de su casa. Fui al baño. Al mirarme al espejo, resultó que los contornos de mi cara, que venía percibiendo progresivamente desenfocada, difuminada, se volvían nítidos.
Salí a la calle, y me encaminé a casa de Manu. Desde que tenía conciencia, en uno de mis sueños empezaba a correr, y luego a dar enormes saltos, hasta que volaba, primero a ras de suelo, luego progresivamente más alto, hasta atravesar las nubes: ahora sentía algo parecido, me veía como un pájaro. Un pájaro pequeño, indefenso y pavorido, pero libre fuera de la jaula que había sido su único hogar hasta entonces. Un pajarico.
Lo bueno de Manu es que nunca te daba sorpresas. A las diez menos diez salía, como cada día, por la puerta de su casa. Con su cara de chico bueno, las greñas sobre la cara, peinadas sin peine, el pitillo en la comisura de los labios, como siempre. No se sorprendió de verme, aunque hacía años que no nos veíamos antes del mediodía.
- Feliz cumpleaños, tío. Aunque no sé si debo llamarte de usted – bromeó.
Me gusta caminar despacio y en silencio, por eso me llevo tan bien con Manu. Salimos a la calle Tallers, y luego giramos Rambla abajo, hasta llegar al Mercado de la Boquería, todavía no demasiado lleno de japoneses con cámaras. Durante muchos años, había acompañado a mi madre a comprar allí todos los sábados por la mañana del año, con o sin lluvia, frío o fiebre; pero un día dejé de ir.
Nos pedimos unas cañas y bebimos en silencio. Otra cosa buena de Manu es que no necesita llenar los vacíos con conversaciones estúpidas. Entonces se me ocurrió. Celebraríamos mi mayoría de edad como Dios manda. Comimos algo y bajamos al puerto, en menos de una hora teníamos dos plazas en el ferry a Ibiza a cuenta de la VISA electrón de mi padre - me pidieron el DNI pero no comprobaron el segundo apellido; pensé: a ver cuándo la anula el jefe, es su única manera de saber por dónde ando.
Los padres de Manu no volvían hasta el lunes, así que teníamos tres noches por delante. Casi todo el pasaje se agolpaba en la popa para contemplar la silueta menguante del skyline de mi ciudad. Manu, yo y una tipa casi tan callada como flaca nos apalancamos en la proa, inmóviles como estatuas hasta que la noche cayó con nosotros. Instintivamente me llevé la mano al bolsillo, luego caí en que había regalado el móvil. Mejor. El peso del día me aplastó, imagino que repté hasta la butaca porque allí me desperté, con la flaca recostada en mi hombro. Repasé mis pertenencias, y estaban todas en el bolsillo: el reloj, la VISA ajena, el libro y los cuatro o cinco billetes arrugados. Me acurruqué algo en la flaca, y no se quejó.
Era todavía de noche y me volví a dormir. La nitidez del mundo iba en aumento.
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No tenía una idea clara del tiempo. Mi estómago me decía que llevaba demasiadas horas sin comer, y mi vejiga que llevaba demasiadas horas sin ir al baño. La sangre me golpeaba las sienes a intervalos regulares, lentos, cansinos. A fuerza de leer la nota una y otra vez (“Posiblemente nadie en el mundo sea capaz de definir el límite exacto entre lo real y lo irreal, y si alguien lo sabe, no eres tú. Cuando te digo quién soy, no me crees. Cuando te digo que estás muerto, tampoco. Solamente quiero vivir mi vida, nada más. Y aquí no puedo. Así que hago caso de lo que me dijiste cuando cumplí doce años, y me voy. Adios, papá, adios. Te quiero, Ernesto”), había perdido la noción del tiempo, y con ella la sensatez.
Mi padre me decía que robar es el único pecado, y que los demás son simplemente variaciones de robar - cuando matas a un hombre, le robas a alguien el derecho a una vida, a sus hijos de venir al mundo, o si ya están aquí, el derecho de tener padre; cuando dices una mentira, le robas a alguien el derecho a la verdad, etc. Me daba cuenta que alguien me había robado algo importante hacía unas horas, en torno al momento en que me había encontrado la cama de Ernesto vacía, y la nota en la almohada. O quizás era al revés.
Si mi hijo tenía razón, a fuerza de vivir demasiados años entre gentes que roban a los demás (el tiempo, la vida, los sentimientos) me había convertido en uno de ellos. Uno de los tantos hijos bastardos de una sociedad maldita, un muerto entre los muertos; de esos que ya no saben dar mas que las gracias, y por inercia. Un ladrón de vidas y de sentimientos. Posiblemente estaba en lo cierto. Llevo demasiados años aletargado. Desde que ella nos dejó; quizás desde antes. Demasiados años deslizándome cuesta abajo, y arrastrando conmigo mi equipaje de recuerdos - y con él, a mis pocos seres queridos.
El día ha sido corto, en apenas un instante el sol desapareció. En cuestión de unas horas, las que van de un ocaso al siguiente, mi viaje alrededor del mundo se ha ido al carajo. O no. Necesito aire. Y un porro bien cargado.
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Nunca había querido hacer tanto ruido al escaparme, y nunca había hecho tan poco. La sangre me siguió machacando las sienes hasta bien doblada la esquina. El día se asomaba a mis ojos sin querer acabar de romper. Me había quitado el reloj de la muñeca, pero no me atreví a tirarlo a la papelera de la esquina, así que me lo metí en el bolsillo y seguí andando. No tuve en cambio reparo alguno en darle el móvil al primer chaval con el que me crucé – me encantó ver su gesto de incredulidad primero, de desconfianza después y de asombro al fin. Los primeros sorbos de libertad me aturdían, y encendí un cigarro robado sin saber porqué. Entré en el primer bar que encontré, de camino a ninguna parte, y pedí un cortado. El garito era de esos en los que tienen una tarima de fórmica en los que apoyan a la vez las manos, los codos y las cabezas el currante madrugador, el taxista que acaba el turno, el estudiante que vuelve a casa y el alcohólico que se pasa la vida apurando la penúltima. Olía por igual a lejía, a barrecha, a sudor y a callos con garbanzos. Pedí un segundo cortado, y luego me senté.
Abrí el libro y con cuidado desdoblé el papel tantas veces doblado, y leí esas treinta y siete líneas que me sabía de memoria:
“Temed a las jaulas (carta a mis príncipes)
Mis príncipes: no temáis a la vida,
ni al dolor,
ni a la muerte.
No temáis a los gozos,
ni a los sueños,
ni a las sombras.
No temáis a los hombres,
ni a los Dioses,
ni a los que hablan en nombre de ellos, ni de Ellos.
No temáis a nadie,
sino a vosotros.
No temáis a nada,
sino a las jaulas.
No temáis nunca perderos en vuestros sueños,
ni vivir conforme a ellos. Al contrario,
vivid en y por vuestros sueños, y soñad con la vida
a cada instante, mientras la vivís.
Temed solamente a las jaulas,
de manera geométricamente proporcional
al valor del metal con que están hechos
sus barrotes.
Y si os véis alguna vez dentro,
no consintáis jamás que la edad, o la costumbre, o ambas cosas
acaben por haceros aceptar los barrotes, a fuerza
de empuñarlos.
Temed solamente a las jaulas, y
no consintáis jamás que vuestros sueños y opciones de vida,
cedan ante un barrote, o ante el recuerdo, el cansancio,
ni ante el deseo.
Sabed que no todas las lágrimas son amargas,
y llorad sin miedo, hasta que no os quede dentro
ni una sola lágrima de las negras.
Combatid la injusticia y la mentira,
luchad por cada ideal, por cada caricia,
por cada sonrisa,
por cada nota y por cada poema,
como si en ello os fuera la vida.
Porque si un día dejáis de luchar y aceptáis los barrotes,
ese día dejaréis de ser libres,
y moriréis en vida.”
Manda cojones: los mayores de edad, aunque sea desde hace unas horas, también lloran – perdón, lloramos. Pues en ello estoy, papá: intentando no morir ahogado.
Conté el dinero que tenía, y calculé que con lo que llevaba en el bolsillo podía sobrevivir algo más de dos semanas, quizás tres. El pan es barato. Decidí hacer tiempo hasta que fueran las nueve y media o las diez, hora a la que sabía que Manu saldría por la puerta de su casa. Fui al baño. Al mirarme al espejo, resultó que los contornos de mi cara, que venía percibiendo progresivamente desenfocada, difuminada, se volvían nítidos.
Salí a la calle, y me encaminé a casa de Manu. Desde que tenía conciencia, en uno de mis sueños empezaba a correr, y luego a dar enormes saltos, hasta que volaba, primero a ras de suelo, luego progresivamente más alto, hasta atravesar las nubes: ahora sentía algo parecido, me veía como un pájaro. Un pájaro pequeño, indefenso y pavorido, pero libre fuera de la jaula que había sido su único hogar hasta entonces. Un pajarico.
Lo bueno de Manu es que nunca te daba sorpresas. A las diez menos diez salía, como cada día, por la puerta de su casa. Con su cara de chico bueno, las greñas sobre la cara, peinadas sin peine, el pitillo en la comisura de los labios, como siempre. No se sorprendió de verme, aunque hacía años que no nos veíamos antes del mediodía.
- Feliz cumpleaños, tío. Aunque no sé si debo llamarte de usted – bromeó.
Me gusta caminar despacio y en silencio, por eso me llevo tan bien con Manu. Salimos a la calle Tallers, y luego giramos Rambla abajo, hasta llegar al Mercado de la Boquería, todavía no demasiado lleno de japoneses con cámaras. Durante muchos años, había acompañado a mi madre a comprar allí todos los sábados por la mañana del año, con o sin lluvia, frío o fiebre; pero un día dejé de ir.
Nos pedimos unas cañas y bebimos en silencio. Otra cosa buena de Manu es que no necesita llenar los vacíos con conversaciones estúpidas. Entonces se me ocurrió. Celebraríamos mi mayoría de edad como Dios manda. Comimos algo y bajamos al puerto, en menos de una hora teníamos dos plazas en el ferry a Ibiza a cuenta de la VISA electrón de mi padre - me pidieron el DNI pero no comprobaron el segundo apellido; pensé: a ver cuándo la anula el jefe, es su única manera de saber por dónde ando.
Los padres de Manu no volvían hasta el lunes, así que teníamos tres noches por delante. Casi todo el pasaje se agolpaba en la popa para contemplar la silueta menguante del skyline de mi ciudad. Manu, yo y una tipa casi tan callada como flaca nos apalancamos en la proa, inmóviles como estatuas hasta que la noche cayó con nosotros. Instintivamente me llevé la mano al bolsillo, luego caí en que había regalado el móvil. Mejor. El peso del día me aplastó, imagino que repté hasta la butaca porque allí me desperté, con la flaca recostada en mi hombro. Repasé mis pertenencias, y estaban todas en el bolsillo: el reloj, la VISA ajena, el libro y los cuatro o cinco billetes arrugados. Me acurruqué algo en la flaca, y no se quejó.
Era todavía de noche y me volví a dormir. La nitidez del mundo iba en aumento.
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