miércoles, 22 de septiembre de 2010

Sin título (Cap. I)

I

No tenía una idea clara del tiempo. Mi estómago me decía que llevaba demasiadas horas sin comer, y mi vejiga que llevaba demasiadas horas sin ir al baño. La sangre me golpeaba las sienes a intervalos regulares, lentos, cansinos. A fuerza de leer la nota una y otra vez (“Posiblemente nadie en el mundo sea capaz de definir el límite exacto entre lo real y lo irreal, y si alguien lo sabe, no eres tú. Cuando te digo quién soy, no me crees. Cuando te digo que estás muerto, tampoco. Solamente quiero vivir mi vida, nada más. Y aquí no puedo. Así que hago caso de lo que me dijiste cuando cumplí doce años, y me voy. Adios, papá, adios. Te quiero, Ernesto”), había perdido la noción del tiempo, y con ella la sensatez.

Mi padre me decía que robar es el único pecado, y que los demás son simplemente variaciones de robar - cuando matas a un hombre, le robas a alguien el derecho a una vida, a sus hijos de venir al mundo, o si ya están aquí, el derecho de tener padre; cuando dices una mentira, le robas a alguien el derecho a la verdad, etc. Me daba cuenta que alguien me había robado algo importante hacía unas horas, en torno al momento en que me había encontrado la cama de Ernesto vacía, y la nota en la almohada. O quizás era al revés.

Si mi hijo tenía razón, a fuerza de vivir demasiados años entre gentes que roban a los demás (el tiempo, la vida, los sentimientos) me había convertido en uno de ellos. Uno de los tantos hijos bastardos de una sociedad maldita, un muerto entre los muertos; de esos que ya no saben dar mas que las gracias, y por inercia. Un ladrón de vidas y de sentimientos. Posiblemente estaba en lo cierto. Llevo demasiados años aletargado. Desde que ella nos dejó; quizás desde antes. Demasiados años deslizándome cuesta abajo, y arrastrando conmigo mi equipaje de recuerdos - y con él, a mis pocos seres queridos.

El día ha sido corto, en apenas un instante el sol desapareció. En cuestión de unas horas, las que van de un ocaso al siguiente, mi viaje alrededor del mundo se ha ido al carajo. O no. Necesito aire. Y un porro bien cargado.

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Nunca había querido hacer tanto ruido al escaparme, y nunca había hecho tan poco. La sangre me siguió machacando las sienes hasta bien doblada la esquina. El día se asomaba a mis ojos sin querer acabar de romper. Me había quitado el reloj de la muñeca, pero no me atreví a tirarlo a la papelera de la esquina, así que me lo metí en el bolsillo y seguí andando. No tuve en cambio reparo alguno en darle el móvil al primer chaval con el que me crucé – me encantó ver su gesto de incredulidad primero, de desconfianza después y de asombro al fin. Los primeros sorbos de libertad me aturdían, y encendí un cigarro robado sin saber porqué. Entré en el primer bar que encontré, de camino a ninguna parte, y pedí un cortado. El garito era de esos en los que tienen una tarima de fórmica en los que apoyan a la vez las manos, los codos y las cabezas el currante madrugador, el taxista que acaba el turno, el estudiante que vuelve a casa y el alcohólico que se pasa la vida apurando la penúltima. Olía por igual a lejía, a barrecha, a sudor y a callos con garbanzos. Pedí un segundo cortado, y luego me senté.

Abrí el libro y con cuidado desdoblé el papel tantas veces doblado, y leí esas treinta y siete líneas que me sabía de memoria:

“Temed a las jaulas (carta a mis príncipes)

Mis príncipes: no temáis a la vida,
ni al dolor,
ni a la muerte.

No temáis a los gozos,
ni a los sueños,
ni a las sombras.

No temáis a los hombres,
ni a los Dioses,
ni a los que hablan en nombre de ellos, ni de Ellos.

No temáis a nadie,
sino a vosotros.
No temáis a nada,
sino a las jaulas.

No temáis nunca perderos en vuestros sueños,
ni vivir conforme a ellos. Al contrario,
vivid en y por vuestros sueños, y soñad con la vida
a cada instante, mientras la vivís.

Temed solamente a las jaulas,
de manera geométricamente proporcional
al valor del metal con que están hechos
sus barrotes.

Y si os véis alguna vez dentro,
no consintáis jamás que la edad, o la costumbre, o ambas cosas
acaben por haceros aceptar los barrotes, a fuerza
de empuñarlos.

Temed solamente a las jaulas, y
no consintáis jamás que vuestros sueños y opciones de vida,
cedan ante un barrote, o ante el recuerdo, el cansancio,
ni ante el deseo.

Sabed que no todas las lágrimas son amargas,
y llorad sin miedo, hasta que no os quede dentro
ni una sola lágrima de las negras.

Combatid la injusticia y la mentira,
luchad por cada ideal, por cada caricia,
por cada sonrisa,
por cada nota y por cada poema,
como si en ello os fuera la vida.

Porque si un día dejáis de luchar y aceptáis los barrotes,
ese día dejaréis de ser libres,
y moriréis en vida.”


Manda cojones: los mayores de edad, aunque sea desde hace unas horas, también lloran – perdón, lloramos. Pues en ello estoy, papá: intentando no morir ahogado.

Conté el dinero que tenía, y calculé que con lo que llevaba en el bolsillo podía sobrevivir algo más de dos semanas, quizás tres. El pan es barato. Decidí hacer tiempo hasta que fueran las nueve y media o las diez, hora a la que sabía que Manu saldría por la puerta de su casa. Fui al baño. Al mirarme al espejo, resultó que los contornos de mi cara, que venía percibiendo progresivamente desenfocada, difuminada, se volvían nítidos.

Salí a la calle, y me encaminé a casa de Manu. Desde que tenía conciencia, en uno de mis sueños empezaba a correr, y luego a dar enormes saltos, hasta que volaba, primero a ras de suelo, luego progresivamente más alto, hasta atravesar las nubes: ahora sentía algo parecido, me veía como un pájaro. Un pájaro pequeño, indefenso y pavorido, pero libre fuera de la jaula que había sido su único hogar hasta entonces. Un pajarico.

Lo bueno de Manu es que nunca te daba sorpresas. A las diez menos diez salía, como cada día, por la puerta de su casa. Con su cara de chico bueno, las greñas sobre la cara, peinadas sin peine, el pitillo en la comisura de los labios, como siempre. No se sorprendió de verme, aunque hacía años que no nos veíamos antes del mediodía.

- Feliz cumpleaños, tío. Aunque no sé si debo llamarte de usted – bromeó.

Me gusta caminar despacio y en silencio, por eso me llevo tan bien con Manu. Salimos a la calle Tallers, y luego giramos Rambla abajo, hasta llegar al Mercado de la Boquería, todavía no demasiado lleno de japoneses con cámaras. Durante muchos años, había acompañado a mi madre a comprar allí todos los sábados por la mañana del año, con o sin lluvia, frío o fiebre; pero un día dejé de ir.

Nos pedimos unas cañas y bebimos en silencio. Otra cosa buena de Manu es que no necesita llenar los vacíos con conversaciones estúpidas. Entonces se me ocurrió. Celebraríamos mi mayoría de edad como Dios manda. Comimos algo y bajamos al puerto, en menos de una hora teníamos dos plazas en el ferry a Ibiza a cuenta de la VISA electrón de mi padre - me pidieron el DNI pero no comprobaron el segundo apellido; pensé: a ver cuándo la anula el jefe, es su única manera de saber por dónde ando.

Los padres de Manu no volvían hasta el lunes, así que teníamos tres noches por delante. Casi todo el pasaje se agolpaba en la popa para contemplar la silueta menguante del skyline de mi ciudad. Manu, yo y una tipa casi tan callada como flaca nos apalancamos en la proa, inmóviles como estatuas hasta que la noche cayó con nosotros. Instintivamente me llevé la mano al bolsillo, luego caí en que había regalado el móvil. Mejor. El peso del día me aplastó, imagino que repté hasta la butaca porque allí me desperté, con la flaca recostada en mi hombro. Repasé mis pertenencias, y estaban todas en el bolsillo: el reloj, la VISA ajena, el libro y los cuatro o cinco billetes arrugados. Me acurruqué algo en la flaca, y no se quejó.
Era todavía de noche y me volví a dormir. La nitidez del mundo iba en aumento.

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domingo, 19 de septiembre de 2010

Hasta pronto, abuelo



Ha muerto uno de esos seres a los que me refería en mi post anterior. Nos deja su ejemplo de cómo pasear por este mundo con honestidad, sabiendo que la conciencia es, si no la única, la religión más importante. Se ha ido, como aquéllos que cayeron, gritando ¡¡Libertad!!

Mientras aquí abajo lloramos, arriba las estrellas brillan; le dan la bienvenida. Los ojos se cierran, las palabras se abren y algunas canciones perduran, porque son himnos hechos de ideas.





Gracias por tu ejemplo, abuelo. Hasta pronto.

Que tengáis un buen día.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Cuando el día va de caída




Estos días he tenido que ir a un par de entierros. El primero era el de un cliente de toda la vida. Sabía que tenía cáncer, pero pensaba que lo estaba superando: no fue así. No conocía a su familia, pero a lo largo de los años había calado en mí su entereza de hombre bueno, generoso y recto, menos preocupado por sí que por los demás, y decidí ir al funeral. Me llamó la atención lo que dijeron sus hijos, cuando leyeron unas líneas a modo de panegírico: que su padre había sido un hombre bueno, generoso y recto, menos preocupado por sí que por los demás. Joder.

El segundo era del padre de un amigo, la persona y la carta de sus hijos fueron muy similares al del primero.

Recordé lo que me había dicho un amigo hacía escasamente un mes. Estaba atravesando un momento difícil en la vida; su mujer le dijo que se fiara de un compañero de trabajo determinado y que hiciera lo que le aconsejara. La razón: ambos matrimonios habían coincidido el verano anterior durante unos días, y ella - le dijo - se había fijado en que el compañero de trabajo en cuestión trataba bien a su mujer y a sus hijos. Le dijo que alguien que trataba así a su familia era necesariamente de fiar. Luego mi amigo me contó que la razón por la que su hoy mujer (entonces novia) se había enamorado de él era esa, por la manera en que mi amigo trataba a su familia - un hombre así, se dijo su entonces novia, es el padre que quiero para mis hijos.

Decía Machado que el camino no existe, que se hace al andar. Unos caminan fuerte, a veces miran lo que pisan por si mancha, las más ni se preocupan de qué o quién queda bajo sus pies; dejan huellas violentas en la tierra, en la arena en el barro, huellas que tarde o temprano borran el viento, la lluvia o simplemente el tiempo. Otros pasean por vida sin empujar, y tan solo dejan de vez en cuando huellas que no pretenden en los recuerdos de la gente con la que se cruzan; huellas en el alma, en el recuerdo, huellas invisibles e indelebles.

Son ese tipo de gente que se portan igual en casa que fuera. Son ese tipo de gente que querrías que cuidara a tus hijos si tú faltas. Son ese tipo de gente que quieres tener a tu lado cuando el día va de caída. Tomando a préstamo palabras de Octavio Paz, ese tipo de gente capaz de oír los pensamientos, de ver lo que decimos, de tocar el cuerpo de la idea.

Ese tipo de gente a quienes aspiras a parecerte, gente que no tiene miedo a la vida y por tanto tampoco a ese trance de la vida que tenemos que afrontar en soledad y que es el paso a lo que viene después, porque saben que la muerte no existe (sigo con el préstamo: ...los ojos se cierran; las palabras se abren).

Johnny Cash nos enseña cómo convertir una buena canción de otro (en este caso, de otra) en una obra maestra - saliendo del segundo entierro, empecé a pasear, me enchufé el ipod, le dí al "aleatorio" y sonó: casualidad o causalidad.





Hora de las velas. Que tengáis un buen día.