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Aquí estoy otra vez, ante el cuadro más bello del mundo. Como siempre, sin palabras y con un nudo en la garganta.
Ha salido el sol y las luces amarillas se filtran por la ventana del Mauritshaus: la Mujer de la Perla se ilumina, gira la cabeza y me mira – y no puedo contener las lágrimas. Me acuerdo de los versos queridos (alguna vez de un costado de la luna / verás caer los besos que brillan en mí / las sombras sonreirán altivas / luciendo el secreto que gime vagando / vendrán las hojas impávidas que / algún día fueron lo que mis ojos / vendrán las mustias fragancias que / innatas descendieron del alado son / vendrán las rojas alegrías que / burbujean intensas en el sol que / redondea las armonías equidistantes en / el humo danzante de la pipa de mi amor), y mientras lloro en silencio, Montserrat Caballé porta una rama del muérdago sagrado en su mano izquierda mientras dirige su plegaria a la Luna: Casta Diva.
Después, la escena queda vacía y - un instante antes de volver al mundo- me doy cuenta de que Vicente Ferrer tenía razón cuando decía que la muerte no existe.
Que tengáis un buen día. Mañana dormiré en casa, y volveré a respirar el sol del Mediterráneo -- tan diferente al de aquí.