domingo, 7 de diciembre de 2008

El penúltimo mohicano - Alfred Brendel. Palau de la Música Catalana (27.11.2009)




He dejado pasar una semana desde el concierto para escribir esta entrada, tras ver y escuchar a Brendel por primera y última vez. Como a tantas cosas, llegué tarde a Brendel: mi familia era más de Kempff a la hora de las sonatas de Beethoven.

Sonó muy bien el Andante con Variazioni Hob XVII/6 de Haydn y brillante la sonata en fa mayor nº 15 de Mozart, a modo de aperitivo consistente, de esos que cualquier día del año sirven de comida, pero el estallido emocional no se produjo hasta la sonata nº 13 del op. 27/1 de Beethoven.

Fue en ese momento, en que los dedos del pianista se deslizaban fundamentalmente por la parte media del teclado, huyendo de graves o agudos demasiado fríos - en esa parte del teclado que resulta tan difícil de tocar porque es ahí donde en función de cómo acaricias el piano, éste responde de una manera o de otra - en el que el Palau entero se dio cuenta de que asistía a un acontecimiento único. Fue en ese momento cuando Brendel nos recordaba a todos el cada vez más abandonado arte de la mesura y la intensidad, del manejo cuidadoso y tímido del pedal, y el arte de hacer fácil lo difícil. Por ejemplo, de destacar notas en los acordes. Algunos vimos como, desde su busto gigante a más de diez metros del escenario, Beethoven desfruncía el ceño, sonreía primero y suspiraba después, creo incluso que le oí decir “por fin”.

Alfred Brendel nos enseñó a todos los que estábamos presentes allí por qué es uno de los últimos mohicanos, de esos seres de una raza en vías de extinción (¿quién queda vivo, además de Pollini y, sólo quizás, Sokolov o Argerich?) que desdeñan la floritura del virtuoso y encaran su devoción por la música como una religión, aunando humildad, sentimiento y sinceridad en la interpretación.

Luego vino la gran sonata póstuma D960 de Schubert, esa obra que nadie se atreve a interpretar (porque hace el papel de niño en el cuento del rey desnudo, retratando al pianista en toda su desnudez –algo a lo que casi nadie está dispuesto hoy, claro); esa obra que Schubert se sacó de la chistera un mes antes de morir y que es, sin duda, la más hermosa de las que dejó escritas para piano.

Y es que hay que ser Brendel para tocar así el Andante Sostenuto de la sonata:



Brendel afirma que deja los escenarios para hacer cosas que le interesan más, como la poesía o la simple lectura. Yo creo que se ha dado cuenta de que empieza a “no tocar como antes”. Y, como nadie más que él se ha dado cuenta, no quiere que pase ni un mes más, porque no quiere seguir el (mal) ejemplo de otros ilustres músicos que le precedieron y a los que no pondré nombres.

A cada aplauso correspondió con idéntico gesto adusto, humilde, con esa sonrisa de gentil buenhombre y esa mirada joven (a pesar de la enorme graduación de sus lentes), limpia y hermosa que no puedes obviar ni siquiera desde el segundo anfiteatro. Tras la gran sonata de Schubert, tres bises a cada cual mejor, cerrando con Bach en una especie de vuelta a los orígenes.

Se me saltan las lágrimas todavía hoy. Adios, maestro, adios. Ha sido un honor estar en el Palau el día de tu despedida.

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